Tiramos una valla. Nos faltan muchas.
Me gustaría que las cosas fueran mejor. Pero no siempre es así. Por eso no quedamos en silencio.
Sospecho que esta cartita quedará más larga de lo normal, así que si no tienes una taza de café o té cerca, te recomiendo que vayas por una.
Este newsletter lo siento especial porque el lunes fue el Día internacional de la mujer y no puedo dejar de lado lo abrumadora que es la fecha: pienso en miles de cosas. En cómo cada vez más se reconoce lo que nos falta avanzar en igualdad de género, en combatir la violencia contra la mujer y, así sea de manera incómoda, se entablen más conversaciones de lo que esto involucra.
Por supuesto, tampoco me extrañó que el lunes hubiera más alternativas para conmemorar el 8 de marzo para aquellas que no querían salir de su casa por la pandemia o aquellas a quienes la situación de este día les causa demasiado estrés: hubo conferencias, talleres y hasta lives de redes sociales. Eso me calentó el corazón.
Esta vez, en mis recomendaciones me he dado a la tarea de incluir sólo mujeres o temas relacionados con ellas. Pero esta carta es para ti: seas mujer, hombre o aún debatas tu género.
*Un libro 📖*
Pese a que es un libro de apenas 250 páginas, de esas maquetaciones de lectura fácil, me he tardado mucho en terminarlo. La mera verdad, es raro que tenga la necesidad interior de subrayar libros, prefiero poner post-its o incluso tomarle foto a las páginas que más me hicieron feliz. Este volumen sí ha estado plagado de frases que quisiera recordar; eché de menos tener un marcatextos y una pluma.
Elvira Sastre tiene 28 años, también es poeta y Días sin ti es su primera novela. Sin duda, vale la pena porque está escrito para traer los sentimientos a flor de piel.
Voy lento con él porque su tema es complicado. Es la narración de dos personajes: un nieto escultor que habla de cómo le rompieron el corazón y su abuela, que habla de su historia de amor durante tiempos de la República en España. De alguna manera, ambos hablan del duelo, y la forma en la que están relatadas ambas historias, cala.
*Una película 🎥*
Las tres muertes de Marisela Escobedo
No sé si fue mi mejor idea para los ánimos, pero el lunes vi Las tres muertes de Marisela Escobedo, en Netflix. Es un documental muy duro, pero necesario. Si no lo has visto, échale un ojo y luego hablamos de por qué pintar el Ángel de la Independencia es muy poca cosa comparado con lo que ocurre todos los días en México.
No me quiero extender pero puedo resumir que la película habla sobre un feminicidio, la madre de la chica asesinada y de cómo la impunidad no tiene límite en este país.
*Un cuento🖋️*
Disclaimer: este cuento lo escribí antes de la pandemia, por lo que se sale de la línea usual.
Hago también la advertencia de que este contenido puede resultar sensible para algunas personas.
“¡Apúrate!”, gritó mi mamá justo cuando terminaba de delinearme el ojo derecho. Así empezó mi primer día en la universidad.
Del susto, hice una raya que me llegó casi hasta la oreja. Desmaquillante, empezar de nuevo. “¡Ya voy!”, contesté. Mis ojos terminaron yéndose con un par de rayones negros, acentuando mis ojeras, como si quisiera revivir la moda emo. Tomé mi bolsa grande color hueso, bajé las escaleras, guardé la barrita de fresa que me tocaba ese día y subí a la camioneta.
— ¿Para qué llevas semejante bolsa?
— Es mi primer día, tengo que verme bien — Mi mamá puso los ojos en blanco, se colocó los lentes de sol y se acomodó el rizo rubio detrás de la oreja. Arrancamos.
— ¿Cuándo voy a tener coche?
— Cuando ya no choques con los botes de basura.
— ¿Vas a venir por mí?
— No me va a dar tiempo. Quedé de ver a Lucía. — La mamá de mi ex mejor amiga. No me hizo nada de gracia.
— ¿Neta la tenías que ver en mi primer día? ¿Y luego?
— Toma un Uber, no pasa nada..
Llegamos a la universidad con dos minutos de retraso. No tenía ni idea de dónde estaba mi salón. Estaba a punto de bajarme cuando mi mamá dijo:
— ¿Me das un beso?
— Ash. Okay.
Caminé tan rápido como los tacones me lo permitieron, hasta ese momento reparé en que casi todo el campus era adoquín. Maldita ex hacienda. Pregunté a tres personas distintas dónde estaba mi salón: escondido al subir unas escaleras perdidas, en una esquina todavía más perdida.
Me tropecé con el último escalón y mi bolsa regó su contenido. Mi mamá siempre decía que debía cerrarla, yo no hacía caso. Casi me partí el labio al evitar que mis leggins se mancharan con el piso. Mientras me colgaba del barandal para levantarme, una chica de 1.50, cojeando rápidamente, que también iba tarde, pisó mi labial, que salió disparado a la pared: la tapa se hizo añicos. Perra. Pidió disculpas con acento playero y se agachó a recoger las cosas. “Equis”, contesté. Me paré y me encontré con otra chica, de lentes, más alta, de mirada burlona. Por su pinta medio hippie, asumí que le daban gracia mis zapatos, mi bolsa, mi blusa azul y hasta mi cabello planchado. “Qué guapa. Lástima con esto”, me entregó el labial destrozado en la mano. Hice una mueca.
Las tres pasamos al salón. El profesor nos llamó la atención, era la única ocasión en que perdonaría la impuntualidad. Sólo había lugares en las dos filas de adelante. Ellas escogieron la segunda. Yo, la primera. Le tenía que caer bien al profe; convenientemente, mi silla quedaba justo en sus narices, así que cada vez que me veía, yo pestañeaba, poniendo la cara más tierna que me sabía. Me sonrió tontamente: vamos bien, pensé. Hizo que nos presentáramos.
— Me llamo Aisha y tengo 18 años.
Las dos compañeras a mis espaldas se aguantaron la risa. La más alta susurró:
— ¿No trabajará en “El Esfinge”? — De niña, cuando preguntaba qué era el local con estatuas egipcias, mi mamá evitaba contestarme. Si me quedaba alguna duda del giro del lugar, esta intelectualoide se encargó de aclarármelas y llamarme stripper al mismo tiempo. Volteé enojada.
— ¿Algún problema? — preguntó el profesor a la chica de lentes.
— No, profe. Me llamó la atención el nombre, es todo. Como una de las esposas de Mahoma. Tenía 7 años cuando se casó con él.
¿La esposa de alguien? A mí me habían dicho que significaba “viva”, nada más. Siempre me había gustado mi nombre, no iba a conflictuarme por eso ahora.
La clase siguió como todas las primeras clases. Presentaciones, objetivos del curso: no aprendes nada. La hora transcurrió lentamente. Salí del salón y caminé por uno de los jardines decidiendo si buscaba a alguna de mis nuevas amigas o si regresaba a casa. Intenté mandar un mensaje y vi que sólo me quedaba 1% de pila en el celular, que se apagó en mis manos. Revisé mi bolsa y descubrí que no traía dinero: sólo 10 pesos en monedas de 2. Mis papás no me habían depositado, así que tampoco podía retirar efectivo.
Alguna vez había tomado camión. Estaba segura de que había uno que pasaba en frente de la universidad y que me dejaría cerca de mi fraccionamiento. ¿Por qué no? Sería mi aventura de primer día. Le pedí indicaciones al guardia de la salida peatonal, quien discutía con unos muchachos que no traían credencial de estudiante. “Sí, señorita, tome el autobús rojo, ahorita que pase”, me alcanzó a decir.
Subí al camión y le di todo mi cambio al chofer. Él negó con la cabeza, me devolvió dos de mis monedas y pisó el acelerador. Estuve a punto de caer, pero logré asirme de un hombre que venía sentado, cubierto de pintura, quien me miró desconcertado. No dije nada y trastabillé hasta el único asiento libre, casi al fondo. Traté de no pensar en el olor: una mezcla de excremento de vaca y sudor. Me concentré en los pasajeros: un niño que no dejaba de llorar y su mamá, dos hombres jóvenes de traje (que se bajaron en la tercera parada), varias mujeres con bolsas de comida y tres hombres: uno de ellos dormido, el manchado de pintura que veía al frente y otro más que venía absorto en la ventana. Abracé instintivamente mi bolsa con el brazo derecho mientras mi mano izquierda, aferrada al asiento delantero, evitaba que saliera disparada cuando el transporte atravesaba topes y baches sin desacelerar.
Entre más avanzábamos, menos me ubicaba. Los nervios me carcomían. Pasamos junto a una milpa y atravesamos lo que parecía el centro de dos pueblos. De pronto, en una esquina, vi una enorme cruz de madera… al revés. ¿Dónde diablos estoy? No quise preguntar nada por miedo a verme idiota. Para cuando fui presa total del pánico ya no había nadie en el autobús.
El camión se detuvo en un callejón de terracería. El chofer me vio por encima de su asiento: “Bájese ya”. Obedecí. Le di la vuelta al camión para regresar con él:
— Este… disculpe… ¿No va a regresar?
— Pos sí, en unos 15 minutos. ¿A dónde va?
— Por Zavaleta. — El chofer se carcajeó. Fue una risa fastidiosa, larga.
— Señorita, se equivocó de camión. El que va para allá dice ‘Zavaleta’, ‘CAPU’. A ver, págueme de una vez el segundo viaje.
Revolví mi bolsa buscando más cambio. Saqué mi cartera, miré hacia arriba al chofer, quien se rascaba el negro bigote por debajo de la nariz. Hice un pequeño paso hacia atrás.
— Sólo tengo cuatro pesos. — El hombre se levantó y bajó los escalones del camión. De pronto, lo tenía muy cerca: pude ver las gotas de sudor recorriendo su cuello, la camiseta blanca manchada de salsa naranja, su cabello lleno de sebo. Me dieron ganas de volver el estómago. Di dos pasos más hacia atrás y mi tacón se atoró con una piedra, me caí y los leggins se me llenaron de tierra; ahora no me importó. Busqué cómo levantarme, sin éxito, y el chofer arrimó su cuerpo contra el mío. Grité y sólo el silencio me respondió. Le di una patada. Luego corrí, corrí: aventé la bolsa y seguí corriendo, trastabillando, gritando. Se me acabó rompiendo un tacón y me deshice como pude de los zapatos. No volteé pero escuché las piedras moverse con los pesados pasos del chofer detrás mío. No había nadie en la calle. Seguí corriendo descalza; paso tras paso sentía cómo se enterraban piedras en la planta de mis pies, me dolían. Doblé una esquina. Ninguna tienda abierta, era un pueblo fantasma. Encontré una construcción blanca con una entrada, me metí ahí sin pensar.
Me recibió un patio que olía a drenaje. Al fondo, había una especie de casa antigua de un piso con grabados extraños en la fachada. No me puse a estudiarlos en ese momento. Sólo entré y me deslicé contra la pared de la izquierda; y ahí, en cuclillas, tomé aire y me puse a llorar. Lloré abrazando mis piernas, metiendo la cabeza entre ellas.
De pronto, alguien carraspeó. Asustada, levanté la cabeza. Era un hombre moreno, de barba de candado, con anteojos redondos y pequeños.
— Yo… yo…
— ¿Qué te pasa, linda?
— Alguien me perseguía, no sé dónde estoy. Quiero ir a mi casa — atiné a decir con la voz rota. El hombre mostró una sonrisa amable y me tendió una mano para ayudar a pararme. Me apoyé en la pared, las cortadas en no me permitían estar de pie.
— ¿Dónde vives?
— En Zavaleta, en Puebla.
— Mira, si quieres, te pido un carro para que venga por ti. — Me puse a llorar y me limpié el delineador, apenada.
— Gracias, gracias, ¡gracias!
A los 10 minutos, el hombre me metió en un Jetta negro, muy limpio. No alcancé a ver bien quién manejaba, pero me ofreció una botella de agua, que abrí todavía temblando.
Mi visión se nubló. Perdí la conciencia. Luego, dolor, una, otra vez. Repetí “no” varias veces. ¿Grité? No sé. Mi último recuerdo es el olor a sangre y tierra mojada.
***
San Andrés Cholula, Puebla.- La comandancia de la Policía Ministerial en San Andrés Cholula dio a conocer que el cuerpo de una joven de 18 años fue hallado el martes por la mañana en un maizal en el Barrio de Tepaltzingo.
La occisa, identificada como Aisha Espinoza, presentaba indicios de agresión sexual; falleció de 16 puñaladas y un golpe de ladrillo en la cabeza.
Vecinos de San Luis Tehuiloyocan, junta auxiliar de San Andrés Cholula, informaron a las autoridades que el lunes por la tarde escucharon gritos sobre la avenida 5 de mayo.
Un testigo aseguró que vio cómo una joven entró al terreno de la casa de cultura, conocida popularmente como la Casa del Diablo. Sin embargo, la Policía desestimó este dicho, pues el edificio se encuentra tapiado con ladrillos desde hace 3 meses, luego de que un hombre fuera hallado muerto en circunstancias todavía sin aclarar.
Este sería el feminicidio número 60 en Puebla en lo que va del año.
No hay detenidos hasta el momento.
Esta es una obra de ficción, ni los personajes ni las situaciones presentadas son reales
*Una rolita 🎵*
Weird Fishes - Lianne La Havas
Estuve pensando mucho tiempo en qué quería recomendar para la edición de hoy, sobre todo para que no todo quedara triste, pues sé que el cuento no tiene un final feliz. Y la película es dura.
Por tanto, la rolita de esta semana será un precioso cover de una gran voz. Los discos de Lianne La Havas tienen vibra de R&B y recuerdan por momentos esta onda soul a la Nina Simone, pero en el siglo XXI. De madre jamaiquina y padre griego, esta mujer inglesa la rompió con su primer disco; lo sigue haciendo con toda su producción.
Este cover de Radiohead, Weird Fishes, es una de las cosas más bellas que he oído en mi vida. El último cuarto de la canción me roba el aliento y se siente como si uno cayera en un mar de terciopelo, en serio es glorioso.
*Una reflexión 💭*
Como decía al principio, este 8 de marzo me pareció, a diferencia del pasado, un tanto abrumador. La marcha y el paro de 2020 para muchas, incluyéndome, significó un gran momento de unión femenina. Siento que por fin estábamos todas de acuerdo en algo y en varios medios se reporteó que por primera vez estaban participando mujeres que antes no habían pensado en unirse a las protestas.
Este año todavía no escucho a la mujer (aunque sí he leído a algunas en Twitter) a la que le haya sabido bien que hayan mandado poner bardas alrededor de Palacio Nacional. Si cabe, este año percibo todavía más enojo. Justificado, porque la violencia, en vez de ir para abajo, va para arriba.
Y también percibo en redes una división peligrosa. Encuentro que hay grupos que defienden sus propios ideales en esta lucha feminista y quienes lo aderezan con política. Todo muy respetable, creo yo, hasta que impedimos el diálogo. También siento que hay un gran grupo en medio, un tanto silencioso (me meto en ese costal), que ya no sabe qué pensar sobre si queremos realmente pertenecer a alguna corriente con el riesgo de ser denostadas en línea. O peor, con el riesgo de cerrarnos y dejar de escuchar.
En realidad, hoy no tengo ganas de hacer polémica. Porque considero que estos días son para ver el big picture de las cosas. Más allá de la rabia en Twitter —estoy pensando muy seriamente en cerrar mi cuenta, o de hacer una limpieza muy profunda— y de lo mucho que nos puede hacer enojar la política y las injusticias que desde ella provienen, en estos años he redescubierto a las mujeres en mi vida.
Hoy, más que nunca, me siento segura si le pido a una mujer su ayuda. Ya cuando hablo con otra mujer no es para ver si me “llena el ojo”, como hacía en mi adolescencia, sino para saber qué puede otorgarme y qué le puedo dar, cuál es su sueño y si el miedo le está impidiendo realizarlo.
También soy honesta. Este lunes pensé mucho en todas las cosas que he hecho que nada tienen que ver con el concepto de sororidad. Me pasé de lanza en varios momentos de mi vida. Ha habido momentos en que no he sido una persona chida: ni con mujeres ni con hombres. La tarea más complicada ha sido perdonarme, trabajar en mis errores, y mis amigas y conocidas me enseñan el camino diario. Sí creo en aprender de las equivocaciones, porque sólo así crecemos. Apenas escribí: soy paladina de las segundas oportunidades y del perdón. No sé si haga bien, pero así aprendo en esta existencia.
Más allá de las divisiones ideológicas que podamos tener, que seguro hay muchas, hoy es importante creer no en las grandes comunidades de mujeres, esas que vemos muy lejanas, sino en las que tenemos más cerca. Y no me refiero sólo a nuestras amigas, que siempre saben apoyarnos, sino en el resto de las mujeres con el que convivimos. Encuentro tantas a las que admiro...
No quiero terminar esta carta con un amargo sabor de boca cuando estoy hablando de algo tan maravilloso como la relación que una mujer tiene con otra mujer. Yo creía que llegaba una edad en la que no se podían incluir nuevas amigas del alma a mi haber y en 2018 llegó una chica de la India que me puso las ideas de cabeza y me enseñó que los seres humanos somos ante todo las historias que vivimos y que nos contamos. También hay mujeres que me enseñan a ser valientes, como mi mejor amiga de la Universidad, que jamás ha tenido miedo de ser como es. Recientemente he adoptado mujeres como parte de mi familia. Tengo una sobrina que es en realidad mi hermana y me siento orgullosa de lo mucho que ha crecido y de todas las ideas revolucionarias que la habitan.
Si eres mujer, creéme, tienes cerca otra mujer que se siente muy orgullosa de ti: confía en ella.
Si eres hombre: creo que no hay respuestas correctas en el cambio que estamos viviendo como sociedad. Yo me sigo hallando. Lo que sí puedes hacer es prestar un oído y escuchar callado. Es muy difícil para ustedes, porque por alguna razón tienen la imperiosa necesidad de arreglarlo todo y de dar consejos que luego ni pedimos. Qué ternura me dieron todos esos hombres que el 8 de marzo tuitearon cosas como: “Yo ya sé que no tengo que opinar”. Bueno, si ya sabes, ¿como pa’ qué lo tuiteas? Ja, qué lindos, de verdad. Ahí van, eso sí. Sé que hay un avance cuando hablo con mis amigos y hay un verdadero diálogo, tienen ganas de entender en qué vamos y lo que falta por hacer.
Este 8 de marzo, más allá de las flores, de las pintas, me acuerdo que esto es ambivalente. Celebramos lo que hemos logrado y exigimos que haya más justicia. No desde el vilipendio rancio de las redes, sino desde nuestras comunidades. Gracias por ser parte de esta.
P.D
Al "más que pregunta, tengo un comentario". Más que posdata, tengo anuncios parroquiales.
Te dejo la liga donde puedes donarme un cafecito (el precio está en dólares y ustedes pueden cambiarlo, si donan un dolarito, son 20 pesos, ma'omenos).
Recuerden que este viernes 12 de marzo estaré dando un taller de storytelling. Los fondos son para la producción del corto "La última cena", de Mitzi Martínez. Inscríbanse aquí.
¡Hasta el próximo miércoles!
Con cariño libre de virus,
J. McNamara, aka Geeknifer.
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