La solución se encuentra en un diván
“Las historias que nos contamos a nosotros mismos [...] son lo que nos hacen ser lo que somos. Tienden a convertirse en profecías cumplidas”. Olivia Sudjic
Pienso en todas las historias que me he dicho a lo largo de la vida y que me han impulsado a seguir. Un día me conté la historia de que era suficientemente lista como para estudiar becada y se logró. Otro día me conté la historia de que mi interés por la tecnología se podía combinar con la escritura y a eso me dedico.
La cosa es que a veces me cuento historias que sólo han acabado por hacerme menos feliz. Sucede que la primera que se pone el pie soy yo. Creamos narrativas que tienen más elementos fantásticos que Harry Potter combinado con Alien: el octavo pasajero y andamos por la vida creyéndonos estas cosas terribles que nos decimos. Y cuidado, porque pueden ser profecías autocumplidas.
Tengo varias cosas que comunicar hoy, con una sola cosa en la cabeza: vale la pena tomarnos un tiempo para cuidar de nuestra paz mental y emocional.
*Un libro 📖*
Asylum Road - Olivia Sudjic
Recuerda por un momento la relación más dañina en la que has estado (espero que no sea la actual)... ¿Listo? Bueno, pues Olivia Sudjic describe lo peligroso que es convivir con alguien que nos hace mal: “Uno no plantea cómo funciona todo bajo la superficie hasta que se estropea”, dice. Para cuando nos damos cuenta de lo mal que está todo, y queremos ver más allá de lo evidente, es tarde y tenemos moretones emocionales por todos lados. De eso, en parte, trata Asylum Road.
Hay libros que significan mucho por el momento en que llegan a nosotros. Yo llevaba meses trabada con el hábito de la lectura. Me pasa desde la universidad, cuando al acabar el semestre mi cerebro terminaba seco de tanto texto. A veces, para agarrar ritmo, sólo tengo que cambiar de volumen.
Asylum Road fue el libro que me destrabó. Me sorprendió que lo hiciera porque le tenía poca fe. Se anunciaba como un libro post-Brexit. Yo regresé de estudiar en Inglaterra justo cuando el Brexit se implementó. No sabía si quería leer la historia de un par de ciudadanos ingleses peleándose por eso.
Pero el libro no sólo trata sobre el Brexit; yo diría que es la excusa perfecta para hablar de algo que nos pasa a todos: estar en una relación que creemos que está a todo dar pero en la que salen signos por doquier de que en realidad nos está haciendo daño.
La novela me encantó porque, sin explicaciones innecesarias, con situaciones cotidianas, habla de las fronteras humanas y culturales. La protagonista es una chica de Croacia que huyó de los Balcanes en los noventa y tomó Escocia de refugio. El final está para ponerse de pie y aplaudir. No lo veía venir y las últimas páginas son muy intensas. Me sorprendieron.
La editorial es una española independiente, espero que llegue a México oficialmente pronto. Puedes pedirlo en inglés acá o en español aquí.
*Una serie 🎥*
El terror que da más miedo es el que usa monstruos reales. Un día, hace ya algunos años, una querida suscriptora me recomendó esta serie de YouTube. No está hecha con mucho presupuesto, pero este proyecto ejemplifica cómo una buena narrativa puede compensar la falta de efectos especiales.
El video inicial dura sólo dos minutos cuarenta y cinco segundos (al principio parece que no tiene audio, pero sí lo tiene). La primera vez que lo vi me pareció terrorífico. El planteamiento de esta historia es simple: una chica está encerrada en una casa, no puede salir y no recuerda nada sobre ella, más que su nombre: Mary.
No quiero spoilearte la historia, pero en el diario existir de Mary hay algunos seres con los que tiene que convivir. Empecé esta serie por morbo y ganas de asustarme (me parece increíble que una mujer con una sábana negra encima me pueda helar la sangre hasta la fecha), pero con el paso de los videos, empecé a entender que la historia es una gran metáfora de cosas más duras.
No quiero echar a perder el misterio, pero mi teoría es que esa casa es, más bien, la mente de una joven mujer. A partir de esta perspectiva, la historia se vuelve mucho más interesante. Te dejo la lista de reproducción con toda la serie. Es como una película larga.
*Un cuento🖋️*
—Eres un pendejo.
—Déjame.
Nada me había salido bien en ese puto viaje de invierno.
Quería huir de la existencia, de mi existencia. Quería huir, primero, del pueblo aburrido y asfixiante en el que vivía; en vacaciones no había nada qué hacer. Cada año era lo mismo: me encerraba en mi cuarto a beber Heinekens y ver películas que ya había visto. De ninguna manera, absolutamente de ninguna manera, quería volver a la casa de mis jodidos padres. No quería ver el rostro de mi madre a medio llorar, preguntándome una y otra vez si ya me había tomado las mentadas pastillas.
—Eres un pendejo, es que siempre se te olvidan.
—¿Tú también eres mi mamá?
Tampoco quería ser ignorado por mi padre, porque aunque el “problema” había sido detectado hacía 5 años, no le acababa de caer el veinte. A él le gustaba pensar que su hijo sería capaz de comportarse como un verdadero hombre en cualquier sitio. ¿Qué es un verdadero hombre? Bueno, algo me resultaba obvio: un hombre no es perseguido por fantasmas.
—Eres taaan pendejo.
—No tengo la culpa.
—Claro que la tienes. Es porque no me has dado de comer.
—No hay nada en el refri.
El viaje empezó porque fui víctima de mi mejor amigo, quien decidió ocupar mi loft como base de operaciones para la mayor fiesta del semestre. Business as usual.
—Eres un pendejo. Habla bien.
Mi contenedor era fantástico para eso. Sí, vivo en un contenedor. Con un rottweiler al que acaricio detrás de las orejas cuando Elsa me habla. Elsa no existe. Excepto los domingos. A veces, todos los días es domingo.
Obvio, todo quedó hecho un desmadre después de la fiesta. Iba pateando la basura para hacerme paso de un lado a otro. Daba vueltas y vueltas pensando que no quería pasar Navidad en ese pueblo de mierda, “pueblo bicicletero”, decía una de mis amigas que se creía señora. Examiné todas las cosas inútiles que tenía colgadas en la pared: la placa de un coche de Helsinki, la carta de un judío alemán al amor de su vida; la letra “A”, de madera, del nombre de un bar de Lodz, que se había caído del letrero justo enfrente de mí hacía un par de años. Sabía hablar todos esos idiomas y, de todos modos, Elsa me condenaba a ser considerado un imbécil.
—Es que eres un pendejo.
Tampoco es que mis padres tuvieran muchas ganas de verme, en realidad. Así que le llamé a mi madre y dije que sería “terapéutico” ir a Berlín. ¿Por qué Berlín? Porque tenía ganas de hablar alemán pero no tenía ganas de pasarla en algo que no fuera una metrópoli, un lugar en el que perderse. En el sur de Alemania la gente habla como pinche salvaje. Ok, no. La verdad es que yo lo que quería era olor a Navidad.
Mis padres pagaron el boleto, sin hacerme preguntas. ¿Los padres normales habrían comentado que no era tan buena idea hacer un viaje a un país helado en invierno? No lo sé. Los míos no lo hicieron.
Iba a volar a Frankfurt primero. De ahí tomaría otro vuelo a Berlín. Eso nunca pasó. El vuelo se retrasó, se retrasó, se retrasó y se canceló. Las horas se pasaron tan rápido que mi sábado se volvió domingo.
—Eres un pendejo.
—Ya lo sé.
—¿Quién va a Alemania en invierno?
—Yo.
—¿Para qué?
—Quiero Navidad.
—Eres un pendejo.
La aerolínea me dio boleto para tomar el tren, también me dieron euros porque no había cómo mandar la maleta. Tenía hueva de pelear y acepté. Tampoco me pude sentar, porque sólo encontré un asiento vacío.
—¿Y yo me voy parada o qué?
—Si no te gusta, vete.
—Eres un desagradecido y un maleducado.
—No.
—Que sí. Acompáñame, me siento sola.
Me fui parado y, como cabeceaba, decidí quedármele viendo al destino en la pantalla del tren: Berlin Hauptbahnhof. Cuando el letrero se apagó, fui el primero en salir del tren, caminé rápido, mi reino por deshacerme del domingo en mi cabeza.
Me había equivocado de parada. Me cargaba la chingada.
—Eres muy pendejo.
Gasté otros 6 euros para tomar el primer tren que se me atravesara para Berlín. Dos horas y media más. Me bajé con dolor de piernas, porque tampoco encontré dos asientos libres en ese tren.
Atravesé el Spree y me quedé parado frente al Bundestag, ahora también me dolía la cabeza. La primera vez que estuve ahí, de niño, mi abuela me jaló de la mano para ir al Tiergarten. Yo decía que no me gustaban los parques, en realidad, no me gustan las aves que viven en los parques. Pero no quería ser juzgado como un pinche cobarde así que caminé a su lado. Ahora todo estaba lleno de nieve, estaba helado y solo se asomaban un par de cuervos que tenían la esperanza de que yo sacara una galleta. No traía comida.
—Eres un pendejo. Tengo frío.
—No puedo hacer nada.
—Acaríciame.
Caminé por la nieve y encontré una banca. Me senté.
—Eres un pendejo.
Nada me había salido bien en ese puto viaje de invierno.
Lloré en silencio. Me dolían la cabeza, las piernas y las orejas. Extrañaba a mi perro. Tomé aire; pensé en ir a la Potsdamer Platz a visitar el Weihnachtsmarkt.
—Eres un pendejo. No te hace ver más listo usar el idioma original de las cosas. Di, mejor, “mercado de Navidad”.
Me levanté de la banca y se me atravesó un grupo de hombres en uniforme, rusos. Posibles visitantes del Bundestag.
—Mira qué guapos.
—Mmh-mmh.
—Cuéntame algo.
—No tengo ganas.
—Nunca tienes ganas de hablar.
—Sí, pero no te parece nada de lo que digo.
—Porque eres un pendejo. ¿Cómo puedes vivir así?
—Debería matarme, así me desharía de ti, seguro.
—No creo.
Mi abuela provocó que los pájaros me dejaran de dar miedo. Aunque me cagaba que fuera tan… existe una palabra para eso… tan… perspicaz, sí. Me cagaba que fuera perspicaz. De todos modos, la perdono, porque ella me llevó por primera vez a ver ese árbol de Navidad en Europa. La gente sueña con Rockefeller Center...
—El centro Rockefeller.
—Whatever.
—Habla bien.
...Y yo soñaba con Brandenburg Tor.
—Eres un…
—¡Cállate!
Soñaba con la Puerta de Brandemburgo. Puerta de Brandemburgo. Ahora, eso era lo que tenía delante de mí. Caía nieve todavía. Delante del monumento, había un árbol de Navidad. Seguía siendo tan grande como cuando tenía 10. Qué cabrón. Qué solo estoy.
—Nunca estás solo.
Qué solo estoy. Faltaba una semana para Navidad. Pude haber sacado mi celular y tomar una foto, pero preferí aprenderme cada detalle del árbol. Me daban ganas de contar cada adorno y cada luz. De ver cómo la nieve caía de rama en rama. De...
Una niña, de ¿5, 6 años? me jaló del abrigo.
—Dice mi mamá que si nos tomas una foto —dijo, en inglés perfecto. Me sorprendió su dicción.
—Claro.
—Empújala. Pégale.
No hice caso y me acaricié las sienes. Qué bonita palabra. Sienes. Cerré los ojos para callar a Elsa, pero la niña me interrumpió.
—¿Tu cabeza duele porque no tienes con qué taparte?
—¿Cómo?
—No traes gorro.
—¿Eh? Ah, sí, ha de ser eso.
Tomé la fotografía de la niña, de ojos verdes, casi transparentes, de largo cabello negro y su madre orgullosa abrazándola. Al fondo, la puerta y el árbol.
—¿Te tomas una foto conmigo? —me preguntó la niña-
—¿Yo?
—Sí, me gusta tu cabello. Es muy amarillo.
—Si quieres.
Le hice que preguntara a su mamá, quien no hablaba inglés, si estaba bien. Asintió con la cabeza y ella tomó la foto. La niña le pidió a su mamá ver el celular, señaló la pantalla y sus ojos brillaron. Sonrió de oreja a oreja y preguntó algo en una mezcla rara entre hindi y algo que no discerní. La mamá tomó su bolsa y le dio algo a la niña, que trajo hasta mis manos.
—Gracias. No es un gorro, pero va a cuidar tu cabeza amarilla.
No pude decirle nada. Quise decirle que era mi primer regalo de Navidad. Quise darle las gracias. Sólo sonreí como un imbécil. La niña sonrió y salió corriendo.
—Eres un pendejo.
—No.
—Eres un pendej…
—No
—Eres un pend…
—¡Que no!
—Eres un p…
—¡NO! Es Navidad y yo estoy conmigo. Todo estará bien.
Elsa me dejó en paz. Al menos, por ese domingo. Que no era domingo, sino sábado todavía. Me puse la boina negra y continué mi camino, siguiendo el aroma a Glühwein. El mercado de Navidad, el Weihnachtsmarkt, estaba sólo a un par de cuadras.
*Una reflexión 💭*
Todos cargamos con una serie de prejuicios en la mochila. Uno de los míos era huir a cualquier encuentro con psicólogos, terapeutas o psiquiatras. No porque creyera que no funcionaran, sino porque me chocaba la idea de “necesitarlo”.
La cosa es que no estaba preparada para un día sentirme cucaracha y no poder con mi alma. Aunque traté de ir con una primera terapeuta, la cosa no me convenció. Menciono esto porque, si bien la terapia psicológica está basada en datos científicos, hay que encontrar a la persona con quien haya química, porque por más ciencia que haya, no deja de haber un componente humano.
De cualquier manera, dejar de ver a la terapeuta sólo hizo que mi estado empeorara. Yo estaba bastante asustada porque me dijo que tenía principios de depresión. En su justa medida, era como si me hubiera anunciado que tenía yo cáncer, porque hay historial en mi familia de personas que han tenido que sobreponerse a un malestar mental.
Me cansé y me armé de valor para reconocer que necesitaba más ayuda: un buen día entré por la puerta del consultorio de una psiquiatra que me cayó bien desde nuestro primer intercambio. Después del diagnóstico me dijo que no iba a requerir pastillas (al menos por ese momento), pero sí un montón de terapia.
¿Soy mejor persona después de esos meses? No lo sé, lo que sí sé es que mis relaciones familiares mejoraron, decidí terminar una de esas relaciones que tienen cientos de problemas y, lo más importante, aprendí a poner mi bienestar antes que todo.
Vivimos en un mundo que va a mil por hora y no nos damos tiempo para nosotros. A veces, enmascaramos que nos ponemos hasta arriba de la lista de prioridades quejándonos de todo lo que nos han lastimado cuando existen patrones dañinos que repetimos una y otra vez. Quererse también es ser honesto, reconocerse vulnerable y retrazar el camino.
No me gustan estos mensajes de gente reclamando a otra no querer ir a terapia (he visto cientos de videos de jóvenes jactándose de ser la primera generación de su familia yendo). Felicidades. Lo digo en serio, se necesita valor para ser vulnerable. Pero desde el reclamo no se logra nada y acercarse con un terapeuta es un paso muy personal y, a veces, complejo. Lo digo por experiencia.
Aquí no hay reclamos, pero si te sientes con una nube negra encima y ya intentaste todo, ¿qué puedes perder acercándote a un profesional?
P.D
Como Facebook prometió desde sus buenos tiempos, este newsletter SIEMPRE será gratis. Pero el trabajo creativo no deja de ser trabajo. Así que te dejo este link por si quieres invitarme un cafecito, con la promesa de un día tomárnoslo en la misma mesa, y animarme a seguir con este proyecto y extenderlo a otros lares.
¡Hasta el próximo miércoles!
¿Es tu primera vez? Te dejo más cartas aquí.
Con cariño libre de virus,
J. McNamara, aka Geeknifer.
Puedes ponerte en contacto conmigo por Instagram, Facebook, Goodreads, Twitter y LinkedIn.
Por favor, no olvides darme tus ideas y opiniones sobre esta carta respondiendo a este mail; también lo puedes reenviar.
¿Me ayudas? Dile a un amigo y a un enemigo que se suscriban aquí: https://tinyletter.com/Geeknifer