Justo a mí me toca ser como yo
Yo iba a ser comediante, Pero me fregué la rodilla...
... No, la verdad es que yo sólo hago comedia involuntaria y doy risa cuando no quiero hacerlo. Lo cual es una lástima porque en estos tiempos es más difícil hacer reír que hacer llorar.
Y bueno, tengo mucho trabajo, perdona la carta a deshoras. Con todo, estoy bastante de buenas: ¡Falta sólo un mes para Navidad! Varias personas creen que, por mi manera de ser, podría ser la perfecta grinch. Pero tooodo lo contrario. Soy Ebenezer Scrooge después de la visita de los tres espíritus. Amo los rituales navideños, desde poner el árbol y las decoraciones, pasando por abrir calendarios de adviento, hasta escoger regalos con sumo cuidado para mis seres queridos. Más recordar que sí hay algo de bondad en el mundo.
Sí: soy una cursi. Qué les digo.
Eso me lleva a pensar en que, como ando de buenas, me es mucho más fácil reír. Y de eso se trata la cartita de hoy.
*Un videojuego 🎮*
Benjamin Franklin fue quien popularizó la frase “Tengo dos certezas en esta vida: la muerte… y los impuestos”
Estas dos cosas que no podemos evitar son mezcladas en un videojuego llamado Death and Taxes. En él, tu papel es simple. Eres la Muerte y trabajas en una oficina. Eres la Parca Godínez. El chiste se cuenta solo. Tu trabajo es decidir quién se va a morir diariamente. La dinámica es un papeleo entretenido. Tu jefe, El Destino, te manda instrucciones diarias, por ejemplo: no mates personas relacionadas con la ciencia, debes llevarte seis almas, mata sólo personas que trabajen en banca, etcétera. Y tú deberás decidir si le haces caso o no. Ser el empleado del mes o un rebelde sin causa.
Al paso de los días, tú, una Muerte de oficina, comienza a comprender que quizá el papel de llevarse almas tenga un impacto profundo en el mundo; puedes leer los tuits de las noticias en tu celular y cada jornada descubres que tus elecciones tienen consecuencias. Pronto sospechas que El Destino sabe más de lo que dice y que quizá hay un plan (macabro, o bueno, o macabramente bueno) en toda tu labor.
La mecánica es bastante simple y la sátira es una joya. Admito que tiene algo de relajante leer expedientes y elegir con base en ellos. El jueguito es súper barato y lo encuentras en Steam.
*Un libro 📖*
La penúltima vez que fui hombre bala - Etgar Keret
No sé por qué no había leído antes a Etgar Keret. Me pasó como con las series que se ponen muy de moda y prefiero esperar a que les pase la ola (supe que el hype de Breaking Bad estaba llegando demasiado lejos el día en que mi propio padre me regañó, sí, me regañó, por no haberla visto). Con Keret me pasó lo mismo pero a nivel literario, de pronto mi círculo lo alabó de más y dije: “ay, luego, qué flojera”.
He contado que estoy suscrita a un par de cajitas literarias y en una de ellas me llegó La penúltima vez que fui hombre bala, una colección de relatos de este escritor israelí. Y me encantó. Usa la sátira increíblemente bien, así, el señor puede estar contando una desgracia y tiene un dejo muy divertido.
De hecho, el primer cuento trata de un hombre bala que es escogido para esta tarea de último momento. ¿Puedes imaginarte qué se sentirá estar dentro de un cañón sabiendo que lo más probable es que no salgas muy entero? Todavía no me refino sus anteriores colecciones de cuentos, pero esta la encuentras aquí.
*Un podcast 🎵*
Estamos llegando a final de año y, si fuiste de las primeras personas en llegar a este espacio, tenemos confianza. Al menos la suficiente como para que te cuente cierto gusto culposo que tengo. No me refiero al gusto culposo de seguir a todos los personajes de Plaza Sésamo en redes sociales (soy una ridícula, lo sé, pero te juro que el contenido del Conde Contar alegra mis mañanas). Y bueno, si tu suscripción es reciente, valdrá la pena por este tipo de confesiones.
A este gusto culposo que voy a confesar le tengo cariño porque era mi alegría cuando trabajaba en cierta empresa y posición que me drenó la alegría. Mis peores meses de vida y trabajo corresponden a esa época. Me lo gané, la verdad, por traicionar a la Geeknifer estudiante idealista. En la universidad dije que nunca trabajaría en publicidad porque me gusta creer que mi trabajo puede dar un mejor mundo; sentía que la publicidad no me daría eso. Y el día en que me valió, efectivamente: no encajé.
Total, este contexto es para decir que, en esos meses, el programa de radio “La Corneta” ha vuelto a mi vida. Y no me estoy auto-albureando. Hoy es el podcast más escuchado en México, lo dirigen Eduardo Videgaray y José Ramón Sancristóbal, quienes empezaron a trabajar juntos a raíz de una campaña publicitaria de llantas donde tenían que usar doble sentido. Son irreverentes, bastante malhablados pero, dentro de todo, tienen un interesante bagaje cultural y son muy listos. Me encanta que tienen posiciones políticas muy dispares y eso enriquece el debate que traen.
Acaban de lanzar un programa llamado “La Corneta sin censura” en Amazon Music. Y sí: hay muchas palabrotas y haaarto albur, pero me sorprendí de haber aprendido algo con su segundo episodio, que trata sobre el negocio del sexo. Te lo dejo acá; para escucharlo no necesitas una suscripción.
*Un video🖋️*
Después de mi confesión de gustos culposos, también he de decir que me gusta el humor ñoño. Uno de mis grupos favoritos de comedia son los argentinos Les Luthiers. Y bendito YouTube porque uno puede encontrar prácticamente todos sus shows completos en su canal oficial.
Si no tienes idea de quiénes son estos hombres, te platico: son seres con formación musical cuya gracia responde a inventarse instrumentos y situaciones disparatadas sobre el teatro y la música.
En este video que comparto aparecen sólo dos de ellos en una especie de monólogo (ajá, desde ahí va mal el asunto). Resultan ser mis dos miembros favoritos (Daniel Rabinovich y Marcos Mundstock) y juntos son muy divertidos. Uno quiere hablar de la musa de la música y el merengue, y el otro de una chica y hornear merengues.
*Un cuento🖋️*
Este relato es una tercera parte con la que llego al final de "El Tubo". Lee la parte 1 aquí y la 2 acá antes de ver el desenlace.
Me estaba peinando entre persiana y persiana, mis cabellos no eran de oro y el peine no era de plata fina. En mi departamento, una sombra larga, proyectada por el poquísimo sol, cruzaba desde la ventana hasta la mitad de mi habitación. Era el asqueroso Tubo.
Había tratado de permanecer las vacaciones decembrinas en la cocina, porque estar en mi habitación era deprimente. Esa sombra que cortaba mi rostro bañado por el sol, que cortaba mis volcanes, también me había cortado la vida entera. Según todos yo estaba loca al negarme a pagar por pasar a una vida mejor.
Ese cumpleaños sólo Facebook me felicitó. Mis amigos y mi familia estaban en la enorme fila para entrar a El Tubo. Quise invitarlos a mi casa ese mismo día para compartir un pastel, pero todos me negaron la invitación.
No me despedí de ellos, pero vi cómo uno a uno iban ingresando en la enorme torre. Según supe por la televisión, a los asistentes se les pedía desnudarse y permanecer en el centro del tubo hasta que empezara la operación.
Era una Navidad extraña. No dejaba de llover. Muchos habían traído paraguas, pero otros tantos decidían mojarse a propósito: era la última vez que su cuerpo sentiría el agua mojándoles los rostros. Dejé de ver la fila cuando descubrí a una niña de unos 5 años que no paraba de llorar mirando al cielo. Movía la boca exageradamente. Por supuesto, no alcanzaba a escucharla, imaginé que decía: “Me quiero quedar”.
Tenía la televisión y la computadora prendidos. La fila disminuyó considerablemente. El Tubo era lo suficientemente grande como para albergar una infinidad de personas a la vez. ¿Mil, quizá? De pronto, mi televisión se apagó y los focos de mi hogar se fundieron. Mi laptop siguió funcionando. La transmisión en vivo desde varias partes del mundo daba cuenta del quehacer tubular y describió lo que yo escuchaba. Era como si la tierra hiciera gárgaras. Por un momento, pensé que era un terremoto. Pero no, era El Tubo funcionando. Era El Tubo absorbiendo energía y haciendo girar el gran ventilador que llevaría a todos a la Tierra Prometida. "Feliz Navidad", decía en un idioma abisal.
Me asomé por la ventana y nada parecía haber cambiado. Sólo el ruido profundo de la máquina trabajando en la oscuridad absoluta. Toda la ciudad había dejado de tener luz.
Esa operación siguió por los siguientes días y semanas. Yo salía lo menos posible y, en realidad, sólo podía hacerlo a la tienda cuyo dueño no se podía costear de ninguna manera el irse. También me topaba con uno de los operadores principales de El Tubo, que era además guardia en el edificio. Me enteré porque veía que dejaba sus llaves en la pared de la recepción y dormía, invitado por el silencio que seguro anhelaba después de escuchar una y otra vez el retumbo del portal. Quedábamos nada más unos cuantos: ellos pobres, yo necia. Regresaba cada semana con mi cargamento de comida y vivía en la oscuridad. Por la mañana, le reclamaba a mis volcanes a la mitad. ¿Qué sentido tenía levantarse ya? La naturaleza se marchitaba viendo a la gente pasar a quién sabe dónde.
La gente dejó de ir a El Tubo; o más bien, la gente ya había pasado por él. Así que el portal sólo funcionaba a horas muy específicas. Mientras, la estructura no hacía ningún ruido, se dedicaba a amenazarme. Ya no veía a nadie, no sabía muy bien quién le pagaba a las pocas personas que estaban en el edificio.
Hubo una madrugada en la que me hartó la soledad. Había estudiado lo que haría durante semanas.
Tuve el descaro de quedármele viendo al guardia dormido. Sus ronquidos llenaban la recepción y poco me faltó para ser lo suficientemente arrullada por ellos y regresar a mi habitación. No. Era suficiente. Tomé las llaves, salí de mi casa y me dirigí a El Tubo.
Me sorprendió lo fácil que fue entrar. No había nada de luz, así que encendí mi teléfono. Lo poco que alcancé a iluminar fue una gran sala redonda, El Tubo ni siquiera tenía vestíbulo. Me quedé parada sobre la plataforma metálica que daba a la sala. A mi derecha había una gran escalera de caracol también de metal que daba vueltas y vueltas alrededor de El Tubo. No quería hacer ruido pero mi teléfono se resbaló y cayó a la plataforma, menos mal no se deslizó por las rendijas. Me sorprendió el sonido que hizo al caer. Nunca había escuchado un eco así de profundo, así de monumental. Todo estaba vacío.
El silencio sólo lo quebraba un repiqueteo, como si fuera agua cayendo al piso de una cueva. Como si todo fuera húmedo. No encontré su origen.
Caminé por la escalera por varios minutos. El Tubo debía de ser de una setentena de pisos. De vez en cuando me sentaba a respirar entre el metal y trataba de ver algo más que la negrura. Empecé a tener esperanza cuando vi un resquicio de luz. Era una ventana lateral, como si fuera la puerta de un faro, por el que se colaba la luna y se iluminaba la parte más alta de El Tubo. En el techo efectivamente había un ventilador enorme, que tenía las aspas oscuras y pegajosas. Me detuve en el último escalón metálico. Ahí, sentí que me caía, en la punta de la nariz, una gota, que limpié con mi dedo índice izquierdo, lo iluminé con mi celular, sólo le quedaba dos por ciento de batería: ¿Sería suficiente para regresar? No pude preguntarme gran cosa, porque vi que mi dedo estaba manchado de rojo. Era sangre. Volteé hacia arriba y percibí que el rítmico repiqueteo era producto de gotas que caían desde el ventilador.
Negué con la cabeza. Miré hacia la ventana y descubrí que se podía abrir. Era un pequeño balcón. La luna, plateada, dejaba ver todas las estrellas. Se había terminado la contaminación lumínica; me sentí como aquella vez en que fui a la playa, hipnotizada por el oleaje y no pude acabar de contar las luces. ¿Acaso serían ellas los humanos que habían decidido huir de esta dimensión? Quizá, quizá, quizá se habían convertido en estrellas. “Qué estupidez”, pensé, “de haberse convertido en estrellas recién nacidas, todavía no se verían desde la Tierra”.
El olor metálico del tubo fue reemplazado por el aire helado. Empecé a llorar. Lloré por las miles de luces que no eran de humanos. Lloré por las nubes que vagaban por el cielo. Lloré por la vida que me quedaba. Lloré… por mis cumbres nevadas.
*Una reflexión 💭*
Todos tenemos sueños locos. Y yo tengo uno, uno de un negocio. Mi fantasía se me atravesó en Barcelona. Tengo que admitir que fue uno de los mejores viajes que he hecho en la vida. No sólo por la compañía (iba sola y fueron días de autoquererme), sino porque me curó de pasar la primera Navidad sin mi mamá, de las sempiternas nubes londinenses y de la espantosa comida inglesa. Anduve con un itinerario poco común, por donde yo quería. Varias editoriales que me gustan tienen su base de operaciones en dicha ciudad española y librerías no faltan.
Ese año, en 2018, conocí La Llama. Una librería dedicada única y exclusivamente a libros de humor. En las librerías inglesas y gringas es más o menos común encontrar una sección de “Humor”. Acá en México eso no existe. Y es sorprendente, porque nuestra tradición literaria está llena de escritores buenísimos para la sátira (sí, Jorge Ibargüengoitia: te llamo desde la tumba).
Mi sueño de negocio sería replicar el concepto en México. Ser dueña de una librería de puros libros que tuvieran la risa como eje central. Incluyendo artículos de diseño, playeras tontas y donde en un solo localito quepa toda la comedia..
Si eres un inversionista y le quieres cumplir sueños a alguien, responde a este correo.
Si no, también responde a este correo y ríamos. Falta poco para que se acabe el año y no recomiendo perder el tiempo con cara larga.
P.D
A partir de hoy vuelve mi costumbre anual de entrar en un reto literario de 30 días que denomino "Escribe antes de Navidad". Si quieres participar, házmelo saber respondiendo a este mail.
Como Facebook prometió desde sus buenos tiempos, este newsletter SIEMPRE será gratis. Pero el trabajo creativo no deja de ser trabajo. Así que te dejo este link por si quieres invitarme un cafecito, con la promesa de un día tomárnoslo en la misma mesa, y animarme a seguir con este proyecto y extenderlo a otros lares.
¡Hasta el próximo pinche miércoles!
¿Es tu primera vez? Te dejo más cartas aquí.
Con cariño libre de virus,
J. McNamara, aka Geeknifer.
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