Edición especial de lunes
Bendita la tecnología... hasta que se cae el sistema.
Resulta que la plataforma de envío de correos me jugó una mala pasada el miércoles. Así que hoy tengo una edición exprés a manera de “recompensa”.
Gracias por estar al pendiente, leer y escribir de vuelta.
*Una recomendación 💡*
Me di cuenta que era adulta una noche lejos de mi primer hogar, mientras hacía prácticas profesionales. Tenía la casa de mi abuelo para mí sola. Estaba descalza, preparándome unas quesadillas. ¿Alguna vez has sentido que alguien te mira insistentemente a tu espaldas? Eso sentí yo, pero no me encontré con un ladrón, ni con un fantasma. Era peor. Era un insecto, gordo y grande: una cucaracha a tres metros de mí.
No recuerdo cuándo empecé a tenerles miedo. Me paralizan, soy tan inútil que ni siquiera puedo darles un pisotón porque detesto el sonido que hacen al morir: como si pisaras una ruffle biológica. Mi salvación era mi familia. Mi simple chillido de terror era suficiente como para que alguien se hiciera cargo de mi némesis.
Miré a la cucaracha y rogué por que no se me acercara a los pies. Huí, me puse unas botas negras que no combinaban con mi pijama azul de ositos y tomé el insecticida de la mesa de la cocina. Ahogué al animal y no recogí el cadáver. Dejé el insecticida en la cocina y me fui a acostar, tan asustada que las quesadillas se quedaron a medio comer.
Apagué la luz y escuché un ruido. Algo movía el plástico que guardaba un cuadro detrás de mi puerta. “Por favor, que sea un ratón”, rogué al Universo. Pero no. Era otra cucaracha que, intransigente, sacó sus antenas y caminó hasta la mitad del cuarto. Hice acopio de valentía, tomé mis botas y corrí despavorida a la cocina. El juego de “el piso es lava” jamás me había parecido tan real. Tomé el insecticida y perseguí a la cucaracha por tres cuartos, hasta ver su cuerpo patas arriba.
Dormí con el insecticida como veladora protectora. Ahí, en la oscuridad, me di cuenta de que ahora sí estaba sola. Era una situación estúpida, pero esa fue mi epifanía adulta: no mi primer sueldo, no mi graduación. Me di cuenta de que era adulta gracias a unas cucarachas.
Y bueno, toda esta anécdota es sencillamente para decirte que si tú también le tienes terror a los animales de más de seis patitas, unos científicos suizos lanzaron una app para que tengas tu propia terapia de exposición con arañas. No son cucarachas, pero igual les tengo terror. Ellos prometen que después de tres horas de terapia de exposición, el miedo se puede reducir bastante.
Te juro que estoy haciendo un esfuerzo sobrehumano para pasar de nivel.
Puedes bajar la app Phobys desde Google Play o la App Store.
*Una minificción 🖋️*
Cuando se anunció el lío de la rifa del avión presidencial (que no se rifó el avión exactamente, pero ajá), cierta revista sacó un concurso para hacer cuentos con esto como tema.
Hoy, aprovechando que es un buen día para quejarse de la política y burlarnos de nosotros mismos, te comparto el cuento que en ese entonces escribí:
El ataúd con alas
Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial. Atendió la llamada afuera de la sala de velación. Había dormido abrazado a sí mismo, con los lentes chuecos, enterrados en su nariz. Solo contestó porque era su mejor amiga y porque no quería que se escuchara siquiera la vibración junto al féretro.
Mariana no se anduvo con rodeos ni introducciones, tampoco con abrazos telefónicos o pésames.
—No mames güey, ¿qué vas a hacer?
—¿Qué? ¿Qué voy a hacer de qué? Pues enterrar a mi mamá.
—¿Qué? No, baboso —dijo Mariana sin un ápice de arrepentimiento en la voz, como si fuera cualquier día de la semana—. No has visto, ¿verdad? Ya sacaron los resultados de la Lotería Nacional.
—¿Y eso qué?
—¡Pues que ya estuvo: ganaste! ¡Te ganaste el pinche avión!
—Mariana, no chingues, de todas las bromitas que me has hecho alguna vez, estás jodiéndome en el peor día posible.
—No es juego. Checa la página. —Roberto se frotó los ojos por debajo de los lentes y empezó a pensar en la posibilidad de que Mariana estuviera diciendo la verdad.
—¿Es neta lo que me estás pidiendo? Mándame mejor un screenshot, ni siquiera tengo los cachitos esos a la mano. De todos modos, ¿cómo chingaos le hiciste para revisarlo? ¿Tienes anotados mis números?
—No cabe duda de que estabas ultrapedo. ¿No te acuerdas de que le tomé foto a tu gran compra?
—No. La verdad ahorita no quiero pensar en nada.
—Tampoco seas dramático, nos dijiste mil veces que ya la veías venir. Llevas años esperando este momento.
—Pues a lo mejor, pero no mames.
—No estés triste, tranquilo, voy en un ratito. Roberto, tu mamá era rara, pero era la onda.
—Gracias, Mariana. Acá te espero.
Roberto colgó. Se sintió confundido, vacío. ¿Qué diablos haría él con un avión? Comprar los cachitos había sido producto de una borrachera sin mucho sentido. Como todas las borracheras.
Esa noche estaba tratando de bajarse el mareo en un puesto de tacos cuando llegó un hombrecillo con sombrero de paja, con una cangurera de donde salían un sinfín de papeles; en la mano llevaba el Santo Grial: series de la Lotería Nacional. Al principio, Roberto y sus amigos creyeron que eran falsos, era bien sabido que los cachitos se habían acabado rapidísimo. Más rápido que la preventa del concierto de rock al que nunca fue. Más rápido que su gran amor de la prepa mandándolo a volar unas horas antes. Más rápida que la lengua del doctor diciendo que su mamá tenía cáncer.
Traían dinero para los tacos y san se acabó, se les había gastado el efectivo en un par de botellas de Bacardi. Pero por obra de Dios, por azares del destino, o porque era el único previsor, Roberto sí traía un billete en la cartera.
Seguía sintiendo la voladora mientras sus amigos discutían. Estaba tomando aire a grandes bocanadas por miedo a que, en algún momento, lo dominaran las ganas de vomitar, que se acercaban peligrosamente a las costas de su esófago.
En lo que trataba de controlar este impulso, sentado enfrente de sus tacos sin piña, sus amigos buscaron dinero: juntaron algunas monedas. Fue entonces cuando Mariana, que era la más sobria, notó que Roberto estaba callado, mirando al vacío; le picó las costillas con un tenedor. Él tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no guacarearle encima y se levantó para evitar que Mariana volviera a embestir. Así, como carterista profesional, su amiga le robó la cartera.
—Excelente, me encanta que hayas nacido pagando impuestos.
Mariana sacó un billete de 500 pesos y le compró todos los cachitos al anciano. Roberto no pudo ni replicar. Mariana sacó la foto y le guardó los boletos en la billetera a su amigo.
Después de todo, él vivía con el sueño frustrado de ser piloto; pero cuando se te puede desprender la córnea en cualquier instante, estás vetado de cualquier prueba de aviación.
Y, después de todo también, su mejor amigo estaba ahogado en pendientes monetarios. Roberto no solo tenía un trabajo de ocho horas sino que hacía trabajillos freelance a sus conocidos: desde alguna ilustración hasta hechuras de páginas web que nunca quedaban bien. Su salario apenas y alcanzaba para las medicinas de su mamá.
Roberto era el único que se merecía ganarse el avión.
Discutió con Mariana por la mañana tras la borrachera. Era domingo y decidieron curarse la cruda con birria. Roberto moría por sudar y por revender los cachitos que Mariana le había comprado. El desastre que Andrés Manuel López Obrador había provocado era monumental. Había una histeria colectiva por conseguir los mentados cachitos. Nunca se había visto tal rapiña por la reventa de boletos. Roberto sabía que podía ganar quizá el quíntuple de lo que había “invertido”. Mariana no se lo permitió.
Rindió sus frutos.
Llevaba solo unos cuantos minutos como ganador cuando hizo su primer pendejada: regresó al féretro, se apoyó en él con las dos manos y dijo: “Me gané el avión presidencial”.
Esta frase desencadenó una avalancha de reacciones. En segundos, su familia ya se había arremolinado alrededor del ataúd, omitiendo lo descarado de la situación. Todos lanzando ideas. El primo Juan diciendo que había que encontrar un comprador gringo. La prima Magda sugiriendo que había que rentar la aeronave. La tía Marcela diciendo, con intenciones macabras, que el avión podría funcionar de motel. Roberto hizo una mueca: que si convertirlo en Airbnb, que si rentarlo para que la gente se tomara fotos de Instagram, que si usarlo para llegar al otro lado del mundo y volverse influencer de viajes. Puras estupideces.
Roberto nada más podía pensar en que su tarjeta de crédito había sido usada para pagar el paquete funerario más caro y él ya no tenía ni un quinto.
Decidido, huyó del lugar y empezó a caminar aprisa por la calle, deshaciéndose de su familia. Pasó a su casa por los cachitos y fue a cobrar el premio.
Ya estaban apostadas algunas cámaras de televisión y, bien pronto, el rostro de Roberto estaba en cadena nacional. Los reporteros lo siguieron. Sacó su cartera casi vacía: una tarjeta de crédito y una identificación. La señorita detrás de la ventanilla se lo informó:
—Señor, su credencial ya no está vigente. No puedo darle el contrato.
Todos los medios estaban embebidos en la triste historia del joven de 33 años que no podía cobrar el avión presidencial un día después de que muriera su madre. Era un drama viral: #LordSeMeFueElAvión.
En el ínter, se llenó de pendientes. Aún no había podido cobrar el premio pero esa misma semana se tomó fotos con el Presidente, dentro de la cabina —donde se permitió fantasear despierto—, y junto a su nueva aeronave, que llevaba incluidos dos años de mantenimiento. Una de las cláusulas del contrato de la Lotería Nacional era que, si el avión se vendía, debía ser por un monto mucho mayor a su precio real. Roberto intentó anunciar el avión en Internet, encontrar un gestor que se hiciera cargo. Nadie se le acercó. En vez de tener algo más de dinero en el bolsillo, tuvo menos: transporte, comida, cuentas de hospital.
Tenía sólo 60 días para reclamar el premio y las cosas no le jugaban a favor. No encontró cita en ningún módulo del INE y cada vez que se apostaba afuera de alguno, recibía un mensaje del vocero presidencial para que saliera sonriendo enfrente de algún hospital, dándole la mano a funcionarios que no tenían vela en el entierro.
Mariana le llamó un día:
—¿Qué pasó con tu avión? Andas saliendo mucho en la tele.
—¿Pues qué crees que iba a pasar, Mariana? Estoy ahogado y esto solo vino a complicar las cosas. Todos me buscan como si fuera yo millonario pero no soy vendedor y contratar a alguien para esa chamba implica desembolsar lana.
Roberto se quedó sin mejor amiga y sin avión. Pasaron los dos meses con un trámite atorado y una venta inexistente. A veces, se ponía a recordar cómo tocó el asiento del piloto, por única vez, en compañía del Presidente.
Fue el Estado. El Estado le quitó su avión. A Roberto solo le quedó derramar lágrimas sobre la tumba de su madre. Que todavía no estaba pagada.
***
¡Eso es todo por esta edición especial!
Este miércoles se recompone todo con El especial de lo inefable. Puedes leer otras ediciones aquí. Te adelanto que hablaré de stickers (sí, stickers) y sobre nuestra capacidad para adaptarnos. Te llagará tempranito.
Con cariño libre de virus,
J. McNamara, aka Geeknifer.
Puedes ponerte en contacto conmigo por Instagram, Facebook, Goodreads, Twitter y LinkedIn.
Por favor, no olvides darme tus ideas y opiniones sobre esta carta respondiendo a este mail; también lo puedes reenviar.
¿Me ayudas? Dile a un amigo y a un enemigo que se suscriban aquí: https://tinyletter.com/Geeknifer