#3: ¿Cómo detener el tiempo?
Este es un pequeño servicio exprés a falta de una carta hecha y derecha. Tómala como un telegrama previo a un bueeen chisme.
Este telegrama es para informarte que la siguiente edición de Escríbeme pronto llegará el próximo miércoles. Prometo temas polémicos: un poco de la virgen María y algo de magia peligrosa.
El tiempo me devora. A veces quisiera encontrar maneras para detenerlo. Pero para eso necesitaría aburrirme mucho (y prefiero mantenerme divertida)… o encontrar un personaje como el del siguiente cuento.
Un cuento sobre el tiempo y el amor
Tic Tac
De lejos, podía parecer un cirujano. Trabajaba sin recargarse sobre las manecillas del reloj. Las agujas de tiempo eran el soporte del espacio, de sus alegrías, de sus tristezas, de su vida. Sus manos, si cabe compararlas con las de otro ser, parecían las de un enano orfebre; si las hubieras visto en cualquier otro contexto nunca habrías podido adivinar que eran las manos de un relojero: eran toscas y callosas.
Sergio, se llamaba, y mantenía un negocio junto con su hermano, heredado de su padre, que había heredado de su abuelo. Antes, sólo reparaban relojes de cuerda, enormes, que habían desaparecido de la mayoría de las casas del lugar. El tiempo dejó de requerir campanadas y prefirió inclinarse por alarmas digitales más eficientes que no producían cataratas de escándalo cada media hora. Con todo, las paredes de la relojería aún estaban decoradas por cucús y péndulos moviéndose al compás del transcurso de los días.
Así discurrían sus segundos: entre engranajes que se convertirían en minutos y ruedas que le daban vuelta a las horas. Los dedos de orífice se perdían entre los muelles y adelantaban el horario. Nada más una cosa podía detener el tiempo: encontrarse con la clienta que llevaba veinte años atendiendo a ese local, escondido entre callejuelas sin sentido.
Su hermano la tachaba de inaguantable, pero para Sergio era Kronos disfrazado de mujer. Su actitud era verdaderamente la de una diosa que no necesitara las máquinas para sobrevivir, ni a los seres humanos, en realidad.
Era normal que llegara poniendo la enorme bolsa en el mostrador, siempre roja y siempre de distinta marca, de la que sacaba clepsidras modernas que adornarían su izquierda muñeca blanca. Cada reloj era una obra de arte importada que le habría costado mucho más que su muy pequeña fortuna a Sergio.
¿Por qué esa mujer iba a una relojería perdida del centro? Era un misterio que los hermanos discutían en sus ratos libres. La tacañería no parecía una posibilidad y tampoco aparentaba ser la clase de persona que disfrutara de callejuelas que ni siquiera resultaban pintorescas —el negocio estaba enmarcado por una llantera y una tlapalería—.
Sergio la recibía como a cualquiera de sus compradores de confianza: con una sonrisa y preguntando qué deseaba para ese día. Cada vez que llegaban a la magna hora del cobro, el joyero le hacía descuento, pérdida que él asumía y que la mujer recibía con una ceja arqueada y la mano en la cintura, con un breve “gracias”, que en los oídos del artesano del tiempo resonaba como la campanada del primer reloj de pared que escuchó, a los pocos días de nacer.
El trabajo del relojero era hacer que los minutos fluyeran entre maquinaria, pero la distinguida presencia de la mujer detenía el tiempo, en eso se asemejaba a sus relojes descompuestos. Sus ojos verdes eran las manecillas relucientes de los días y los brillosos labios, la plata no remunerada de su oficio.
Dos décadas rutinarias en las que Sergio se imaginaba que la mujer había heredado una buena suma de dinero para pagar su vestimenta de condesa; siempre temía encontrar un anillo en la zurda mano de la mujer, pero para su consuelo solamente se topaba con un Rolex, un Patek Philippe, un Tudor de distintos estilos, dependiendo de la época del año.
La mujer frenaba en seco los intentos de plática. Así que cuando le tenía que dejar relojes a Sergio, él hablaba con las ruedas de la máquina, como si fueran diminutas confidentes que le susurrarían a la mujer un amor no confesado.
Su hermano se casó y Sergio pronto se quedó solo, con demasiado trabajo como para gastar su tiempo en vanas conquistas. Los años le pasaron y le empezaron a pesar también. Se sentía inmortal cuando la única cliente que le taladraba los ojos entraba por la puerta del desvencijado local. Hasta que un mal día, Sergio cayó enfermo.
La única entretención que tenía para olvidar su roto cuerpo era recordarle a la gente que el tiempo era cruel, incansable, que existía. Después de pasar sus manos por los relojes, sus alarmas volvían a sonar; después de quitar y poner cuarzos, el pulso volvía a existir, una nueva pila, una nueva vida al compás de los segundos.
Hubo un día en que la palidez de su cuerpo era tal que trabajó sentado toda la jornada. Era la primera vez que le pasaba eso en la vida. Los huesos le dolían como siempre pero hoy había algo especial, como si cada campanada y cada cucú ligeramente desincronizado le recordara, a plazos de media hora, que una guadaña se le acercaba.
Las manos le temblaron y en la desesperación de verse inútil, puso su cabeza entre ellas, mirando su mesa. Pensó que se quedaría dormido y entonces escuchó los tacones. Tuvo suficientes fuerzas para sonreír, alzar la cabeza y encontrarse con la mujer. Su bolsa roja reposó en el escritorio, cual costumbre suya.
Por fin algo distinto: “¿Está bien?” —era la primera vez que la mujer mostraba un atisbo de compasión, un roce de empatía y Sergio sintió eso como el premio a una existencia dormido entre engranajes— “La verdad es que no”, tomó aire y acabó de decir: “Me voy a morir”. La frase se le salió como si hubiera emanado un comentario sobre el clima, como si hubiera dicho “Va a llover por la tarde”.
Luego de todo ese tiempo, los ojos de los dos se cruzaron y al fin, la mujer sonrió. De la única manera en la que alguien como ella podría hacerlo: amargamente, porque ella sabía algo que el relojero convaleciente no.
Esa última ocasión, Sergio oyó la confesión de la mujer que, sin pedirlo, empezó a hablar: La única razón para entrar a ese local era colgarse del segundero. Ella, como el artesano de los días y las horas, tenía consciencia de que, por un instante paradójico de diez minutos de consulta de relojería, el tiempo se distendía tanto que lograba desaparecer. Veinte años de adicción a deshacerse de las edades, a que en el tictac sordo y desacompasado de las decenas de péndulos que los rodeaban, podía tener las manecillas de su existencia detenidas. La mujer podía respirar sin tener que dar dos pasos viendo los segundos de un reloj costoso, podía tomar aire sabiendo que ahí, en ese local, la muerte se paraba en seco y le hacía una reverencia.
“¿Cuál es tu nombre?”, preguntó la mujer luego de la singular explicación. “Sergio”, respondió el relojero, con una lágrima meciéndose en su ojo derecho. Ella no dijo, o más bien, no pudo decir nada más, así, solo le dejó un reloj sobre el mostrador y salió. En la mesa quedó un Chopard detenido, el primero que Sergio había reparado de esa mujer, con la que tuvo la mejor de las relaciones, una que paró las manecillas, diez minutos cada mes; una con la que, en la sencillez de la inexistencia del tiempo, fue feliz. Ese reloj fue lo último que vio.
Al día siguiente, ella visitó una relojería cerrada que olía a flores de tumba. En la hora de muerte del amante que nunca tuvo, la mujer vio reflejada la hora de la suya. Las manecillas se movieron más rápido que nunca. Y esta vez, nada detendría al segundero.
***
¡Hasta el miércoles!
¿Es tu primera vez? Te dejo más cartas aquí.
Con cariño libre de virus,
J. McNamara, aka Geeknifer.
Puedes ponerte en contacto conmigo por Instagram, Telegram, Facebook, Twitter y LinkedIn.